Yo leo –digo-. Leo y estudio. Apuesto a que he leído más que
ustedes. No se crean que no lo he hecho. Devoro bibliotecas. Desgasto los lomos
de los libros y los lectores de CD-ROM. Hago cosas como coger un taxi y decir: ¡A
una biblioteca! Mis instintos sintácticos y mecánicos son mejores que los de
ustedes, y esto lo digo con el debido respeto. Pero trascienden lo mecánico. Yo no soy una máquina. Siento y
creo. Tengo opiniones. Algunas son interesantes. Podría, si ustedes me lo
permiten, hablar y hablar. Hablemos de cualquier cosa. Creo que se ha
minimizado la influencia de Kierkegaard en Camus. Creo que es muy posible que
Dennis Garbor haya sido el Anticristo. Creo que Hobbes no es más que un
Rousseau entrevisto en un espejo oscuro. Creo, con Hegel, que la trascendencia
es absorción. Creo que les podría batir a ustedes, caballeros, sin el menor
esfuerzo –digo-. No soy un creatus prefabricado, condicionado y criado para una
sola función.
Abrí los ojos.
-Por favor, no crean que no me importa.
Miro en derredor. Miradas de horror en mi dirección. Me
levanto de la silla. Veo mandíbulas colgantes, cejas arqueadas en frentes
temblorosas, mejillas de un blanco brillante. Las sillas retroceden ante mi
presencia.
-Virgen santa –murmura el director.
-Me siento bien –les digo de pie.
Por la expresión del decano amarillento, sopla un viento
brutal desde donde estoy. La cara del de asuntos académicos ha envejecido en un
abrir y cerrar de ojos. Son ocho los ojos que se han convertido en discos
vacíos que miran a lo que sea que ven.
-Dios santo –susurra el de deportes.
-Por favor, no se preocupen –digo-. Puedo explicarlo.
Calmo el ambiente con un gesto despreocupado. El director de
redacción me coge por detrás con los dos brazos y me tumba con todo su peso.
Saboreo el suelo.
-¿Cuál es el problema?
-No hay ningún problema –digo.
-¡Todo está bien! ¡Yo estoy aquí! –me susurra al oído el
director de redacción.
-¡Buscad ayuda! –clama un decano.
Me aprietan la frente contra un parquet más frío de lo que
nunca hubiera podido imaginar. Estoy arrestado. Intento que me perciban blando
y sin ofrecer resistencia. Me aplastan la cara y el peso del de redacción me
dificulta la respiración.
-Traten de escuchar –digo muy lentamente y amortiguado por
el suelo.
-En nombre del señor, ¿qué es eso…? –chifla frenético un
decano-, ¿esos sonidos?
Se oyen los clics de una centralita telefónica, taconeos que
van y vienen, una pila de papeles que se derrumba.
-Por dios.
-¡Socorro!
La parte inferior de una puerta se abre en la periferia
izquierda de mi campo visual: entran una corriente de luz halógena, unas
zapatillas blancas y una sandalia Nunn Bush desgastada.
-¡Dejad que se levante! –Es DeLint.
-No pasa nada –digo lentamente desde el suelo-. Estoy aquí.
Me levantan por las axilas y me sacuden hasta dejarme en un
estado que el director de cada rubicunda debe de considerar calmado.
-¡Reponte, hijo!
Y delante del rudo brazo del hombretón, DeLint dice:
-¡Basta ya!
-Yo no soy lo que ven y lo que oyen.
Sirenas a lo lejos. Una presa de antebrazo brutal me
inmoviliza el cuello. Hay formas en la puerta. Una joven hispana se lleva las
manos a la boca, mirando.
-No lo soy –digo.
*
-Como un lapso ultrasónico de tiempo, un revoloteo de algún
tipo de movimiento… atroz.
-Sonaba más que nada como una cabra que se ahoga. Sí, una
cabra ahogándose en algo viscoso.
-Una serie estrangulada de balidos y…
-Sí, serpenteaban.
-Entonces, ¿qué pasa? ¿Quién ha dicho de repente que es
delito balar un poco?
-Usted, señor, se ha metido en un berenjenal. Tiene
problemas.
-Su cara. Como si lo estuvieran estrangulando. Ardiendo.
Creo que he tenido una visión del infierno.
-Tiene algún problema de comunicación. Nadie está negando que
no le va mucho la comunicación.
*
-Nosotros presenciamos algo sólo marginalmente mamífero,
señor.
-De ninguna manera. Mírelo. Cómo esa criatura excitable está
ahí echada de lo más tranquila. Eh, Aubrey, ¿qué te parece a ti?
-Usted, señor, seguramente está enfermo. Este asunto no ha
concluido.
David Foster Wallace
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