Pero también, también los dioses mueren

Viniste paso a paso por los aires,
pequeña equilibrista en el tablón flotante sobre un foso de
lobos
Venías condensándote desde la encandilada transparencia,
probándote otros cuerpos como fantasmas al revés,
como anticipaciones de tu eléctrica envoltura
-el erizo de niebla,
el globo de lustrosos vilanos encendidos,
la piedra imán que absorbe su fatal alimento,
la ráfaga emplumada que gira y se detiene al rededor
de un ascua,
en torno de un temblor-.
Y ya habías aparecido en este mundo,
intacta en tu negrura inmaculada desde la cara hasta la cola,
más prodigiosa aún que el gato de Cheshire,
con tu porción de vida como una perla roja brillando entre
los dientes.

*

Y lo envolviste todo en ese saco de carbón constelado
que arrojaste hacia aquí, como hacia un tren en marcha,
y que en algún lugar dejó un agujero por el que te aspiran
y al que debes volver.

*

Tú reinaste en Bubastis
con los pies en la tierra, como el Nilo,
y una constelacion por cabellera en tu doble del cielo.
Esfinge solitaria o sibila doméstica,
eras la diosa lar y alojabas un dios, como una pulga insomne,
en cada pliegue, en cada matorral de tu inefable anatomía.
Aprendiste por las orejas de Isis o de Osiris
que tus nombres eran Bastet y Bast y aquel otro que sabes
(¿o es que acaso una gata no ha de tener tres nombres?);
pero cuando las furias mordían tu corazón como un panal
de plagas
te inflabas hasta alcanzar la estirpe de los leones
y entonces te llamabas Sekhet, la vengadora.
Pero también, también los dioses mueren
para ser inmortales y volver a encender, en un día cualquiera, el polvo
y los escombros.
Rodó tu cascabel, su música amordazada por el viento.
Se dispersó tu boca en las innumerables bocas de la arena.
Y tu escudo fue un ídolo confuso para la lagartija y el cienpiés.
Te arroparon los siglos en tu necrópolis baldía
-la ciudad envuelta en vendas que anda en las pesadillas
infantiles-
y porque cada cuerpo es tan sólo una parte del inmenso
sarcófago de un dios,
eras apenas tú y eras legión sentada en el suspenso,
simplemente sentada,
con tu aspecto de estar siempre sentada vigilando el umbral.

*

¿En qué alfabeto mítico aprendiste a interpretar los símbolos?
¿Qué fábulas heroicas te enseñaron
a sitiar los aviesos anuncios con el foso de la monotonía
y a clavarles después el puñal del relámpago?
Tu poder era el poder de la distancia
que con un golpe cierra el abanico y explulsa al invasor.
Horas que fueron años alertas como lámparas,
pacientes como estatuas frente a huéspedes que vienen y
se van.
Tú, inmóvil, sumergida en dorados invernáculos,
en visiones letárgicas bordadas por la conspiración del sol
y sus oleajes,
acechabas un flanco con repentinas rayas de leopardo,
la música irisada de un abejorro taladrando de pronto
todo el cosmos,
para hacer estallar bajo un solo zarpaso sus amenazadoras
maquinarias.
Así pudiste un día replegar el espacio
y descubrir en el fondo de mi corazón alguna sombra intrusa
entre otras sombras,
o adivinar qué oculta telaraña tejían, destejiendo, mis tejidos,
o qué vetas aciagas fraguaban bajo mi piel un mármol
implacable
y escarbaste, escarbaste con felpas y pezuñas hasta arrancar
el mal
como una perla negra que se disuelve en polvo,
en nada.
Yo te pregunto ahora, entre nosotras,
¿era realmente nada?
¿O atesoraste acaso una por una esas cuentas sombrías
y enhebraste un collar que se hizo nudo en torno a tu garganta?

*

¿No guardabas acaso mi alma ensimismada como una tromba
azul entre tus siete vidas?

*

Déjame tu sonrisa
a modo de perpetua guardiana,
Berenice.


Olga Orozco, en Cantos a Berenice

3 comentarios:

piscica dijo...

ya lo creo que sí

-> dijo...

sinpalabras

Noelia dijo...

Cuantas cosas lindas hay dichas acá.