Lawrence Ferlinghetti
Dice que envejece y que percibe
que la vida se muerde la cola,
ouroboros en la frágil insistencia de la luz.
Dice que envejece y ya no compite
por el limbo inmortal de las palabras
y que ahora, bajo la piel rugosa y las alas
que el viento abrió en sus ojos,
el único desafío es el cielo.
Dice que envejece y que no ignora
que las puertas se cierran y se abren con rítmico abatimiento.
Que va a leer lo que no sabe en el caparazón de una tortuga,
en la constelación salvaje que alumbra la pampa salvaje, en el sonido que el cielo se traga y devuelve en ecos.
Dice que el poeta es un pescador
para quien el cielo está despejado
aún si está cubierto.
*
No cabía en sus manos, no cabía en sus pies, no cabía en su alma
cuando vino. Como una cebra montaraz, pequeña, como el pelaje de
una oveja descarriada. Como escribir un poema en la mañana fría;
como no escribirlo y dejar que suceda.
Deshizo para siempre el emblema de la memoria e incendió las
tierras alambradas, buscó el néctar pesado entre el humo y no
encontró nada. Antes de irse, rompió el cántaro y selló la
fuente.
Vino y trajo el mundo nuevo, y hablamos de ciudades como
cartas marcadas, de Praga y de Lisboa y del tren que nos
llevaría a Cascais mientras leíamos como si fuéramos un poeta
cetrino y su fantasma. Como si fuéramos la piedra y la honda.
La taza de plata de la que bebe el ogro y la medalla de oro que
luce la ogresa. Lo que oculta y nombra. Lo que nombra y lleva.
Vino como el tumulto salvaje del corazón salvaje, y me hizo conocer
el relámpago y la selva verdadera, y olimos el aire de una gruta donde duermen murciélagos centenarios.
Vino para hacerme tocar el río austero, enemigo y reflejo del cielo.
Vino para nombrar a Héspero, la mirada del vigía en la tormenta,
el filo del cuchillo en la oscuridad de una casa ajena.
Vino para secar el mar amargo, para que la sagrada espesura del bosque vuelva a cerrarse,
para que el lobo rompa su clausura
como quien congela el metal de un candado y lo parte en dos.
*
El orangután toca el límpido destello de la noche,
las ramas espaciadas donde descansa el agua.
El río color sangre huye como un vendaval, como la mano
azarosa que toca y desprende el fruto, al pasar,
con sesgada aquiecencia.
Lo que no comprendo
es el corazón salvaje, el centro donde queman
las huellas, el techo de hojas
cerrado, el humus, las hormigas que siguen su camino.
Todo camino sin fin en esta selva
umbrosa o radiante, según se filtren los rayos del sol.
Teresa Arijón
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