LA ROSA INFINITA
Había una niñez, unos jinetes y árboles
—también sus cariñosos—,
un portal conocido por sus flores,
algún brazo aquietado entre perfumes
y la sombra central de la madre.
Las miradas seguían
el tránsito dichoso de la aurora
y el decaimiento de las azucenas.
Quien entraba buscando los cariños de adentro
debía pasar
bajo aquella herradura de la suerte
que a través de los años sostenía
los bienes de la casa.
Recuerdo la escondida frescura del aljibe:
en su hondura temblaban nuestras risas
y un eco más profundo tenían las tormentas.
El zorzal prisionero, en el tiempo agradable,
ensalzaba los montes natales.
Desde nuestras esquinas se contemplaba el campo.
Había claras mañanas, sucesos de esplendor,
atravesadas siempre de carros y silbidos,
y en el umbral alguno se tardaba,
callado frente al pueblo
y admirando a esos hombres que entraban con un
[canto
en que había una morocha prendada de un paisano. Esto era en la provincia,
en la infinita rosa donde se holgó la infancia.
El campo se daba a la brisa
y el alba era cantora
en los árboles del fondo de la casa.
Las crecientes, los soles, las incansables aguas
conmovían al viejo vecindario,
y el hombre trabajaba con dulzuras
en aquella quietud de esplendores durables.
(En todo lo que diga estará el cielo,
pues era en la provincia,
las bandadas cruzaban una luz melodiosa
y eran los años vueltos hacia el campo.)
En los desnudos brazos que el verano vencía
jugaban los reflejos
y vi pasar la imagen de la siesta.
Las calles empezaban con sol y jovencitas.
Una clara sonrisa
a veces detenía tormentas de jinetes.
Entre buenos recuerdos viene un hombre del monte,
y no quiero olvidar esos rosales
en cuya hondura generosa
nosotros y los pájaros andábamos.
Había una niñez, una fronda y sus amigos,
luces a las personas semejantes,
una boca pesando virtudes y pecados,
y en el invierno, el reino
de los cantos distraídos.
Aquí rememoro un galope
cortando la sensible medianoche
y el viento enloquecido en los parrales.
En el verano, la unidad de la alegría.
También las sucesiones afectuosas
de los brazos ligados,
y las glicinas, en el segundo patio,
junto a la cadena del pozo,
en sus avisos de agua tan sonora.
El cielo en nuestras predilecciones.
Sabíamos algunas palabras
para ayudarlo a Dios.
Por las tardes, el habla lenta del padre,
que andaba por el campo
y que volvía convocando la cena.
Después, con la luna sobre el pueblo,
descansando en los crespos corredores,
nos explicaba el cielo.
Perdurando en los patios, las conocidas voces.
Bajo el aire sereno, una mano
sosteniendo la dicha;
cada uno combatiendo por sus ángeles,
y flores por fragancias agrupadas
prolongaban las imaginaciones
y la vaga riqueza de los sueños.
Cerca, el dormido río,
y la verde cintura que aromaba
la población, perdida en esa gracia.
El cielo, vecindad; el campo, al lado.
La calandria y la flor del espinillo
fueron el horizonte de aquellos suaves años.
Y campanadas lentas,
en la suspensa tarde del domingo,
confirmaban la paz de nuestras almas.
Había una niñez, un silencioso y pájaros.
Lejos, la queja errante del ganado,
que llegaba en la brisa pordiosera,
y la noche de trébol asomando
por la adversa maraña que tupía
las afueras con muerte y con guitarras.
(Y nada más había: yo y esto que nombro.)
Ell amparo de todos era un árbol sombrío;
la campaña, el regalo de los hijos varones.
La calle polvorienta nos dio gozado riesgo,
y en el dormido pueblo
un silencio más grande recibía
las risas y los juegos.
Yo no era el más alegre de los cinco.
Desde nuestras esquinas se contemplaba el campo,
y recuerdo un anónimo galope
retumbando en el largo anochecer.
Entonces, yo decía:
es alegre vivir en una estancia
y pasar temporadas en el monte.
Allá quedó la infancia, en ese umbral, mirando el claro movimiento de los días.
Carlos Mastronardi
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"Simplemente las rosas se salen del perfume que robaron del día, y bebí"
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